¿Ustedes
conocen el soneto de Quevedo que empieza con el verso “Cerrar podrá mis ojos la
postrera sombra"? Este es uno de mis poemas preferidos del barroco, y yo, será
deformación profesional si quieren, pero entiendo la vida en base a la cultura
barroca. El barroco explica el mundo. En ese poema Quevedo nos dice,
con un lenguaje que no hay alma que entienda, que aunque la muerte le haga
cerrar los ojos, aunque tenga que cruzar el lago de la muerte, su vida habrá tenido
sentido porque él vivió un amor más fuerte que el que nadie sintiera jamás.
Termina diciendo que sus cenizas tendrán sentido, pues serán polvo enamorado.
Qué maestro ¿no?
Ahora
les explico por qué empiezo hoy con mi párrafo de literatura barroca. No sólo
porque me gusta, sino porque también describe lo que yo he
pasado en los últimos 10 días. El barroco explica el mundo. Hace diez días me operaron del hombro aquel que
les conté me estaba dando guerra. La operación tuvo lugar en el centro
quirúrgico ambulatorio de la universidad y en general fue bien.
En preparación de la operación y por
consejo de mi endocrino, yo llevaba unos días utilizando dos unidades de
Levemir por la mañana y había reducido la parte proporcional de mis basales
durante doce horas al día. Además había practicado ayuno durante los tres días
previos a la operación para asegurarme de encontrar el punto de parámetros
perfecto para la cirugía. Intentaba reproducir las condiciones que tendría el
día 19 para entrar a quirófano en un 120 estable y cristalino. Con la Levemir,
pretendía tener un plan B por si durante la operación el anestesista se
asustaba con una bajada y me desconectaba la bomba. Si estaba mucho tiempo sin
bomba, corría peligro de una cetoacidosis, y nadie quiere eso ¿verdad? Bueno,
pues ese era el plan, del dicho al hecho, un trecho. Ya metida en el coche a
las 5:30 de la mañana y camino del hospital, entré en hipoglucemia y ni corta
ni perezosa empecé a re-chupar un sobrecito de gel de glucosa que dejaba se
deshiciera en mi boca sin tragar nada. Como no esperaba la hipoglucemia, y con
los nervios de la operación se me fue la mano y entré la hospital en 200 con
dos flechas hacia arriba. Aquello ya era
imposible, la hiperglucemia y la angustia por ésta se iban retroalimentando y ya cuando la
enfermera me puso la vía del suero, rocé el trescientos. Para el momento en que
entró el anestesista, yo ya estaba con ganas de llorar. Éste resultó ser un
médico suave que se complementaba bien con el traumatólogo, más cercano al
médico tipo marine de fuerzas especiales, o legionario. Discutí el uso de la
insulina con el anestesista, y él me tranquilizó y me dijo que sólo pondría
insulina si pasaba de 300 y no más de una unidad cada vez. No entré en detalles
sobre mi páncreas artificial, ni mis parámetros, pero él me dejó meter todo el
equipo conmigo en quirófano. El páncreas me ayudó a salir de quirófano en 240,
pero no logró devolverme al 105 habitual.
Después
de la operación, yo tuve una reacción inusitada a la anestesia y estuve
prácticamente inconsciente durante 24 h, y apenas despierta durante tres días.
Sin comer, ni beber, en 250 continuos vomitaba cuanto bebía. El Bra mantenía el
contacto telefónico con los enfermeros del hospital que no creían que estuviera
en cetoacidosis porque no pasaba de 250. En casa, yo hacía controles de acetona
y para mi sorpresa aparecían bajos. El plan originario era aumentar las basales
después de la operación un 50% para lidiar con el estrés físico de la
recuperación, pero estaba yo como para cálculos, y no era ni capaz de decirle
al Bra cómo hacer los cambios. El seguía poniéndome bolos de insulina con la
opción de hidratos de Loop y así iba sobreviviendo.
En un
micro momento de lucidez durante esta Odisea, pensé que no llegaría a ver la
luz del día siguiente. Pensé que había llegado mi hora y tras una angustia
insoportable que me salió directamente de los intestinos, recordé el verso de
Quevedo “serán cenizas, más tendrán sentido, polvo serán más polvo enamorado”.
Asumí que me moría y me dejé sabiendo que había vivido feliz y contenta. El Bra
casi me saca de la cama de una patada en el trasero cuando le dije que me moría
y me metió un hielo en la boca con orden de chupar hasta que se deshiciera.
Después
de tres días empecé a recuperarme, me tomé un caldo, cambié mis basales, comí
un poquito y para el sábado, cuatro días después de la operación ya estaba casi
recuperada al 100%, o eso creía. ¡Sorpresa! El domingo empecé con fiebre y el
lunes pasé el día en el hospital con un diagnóstico de Gripe A.
En esta
segunda fase del infierno, tenía fiebre constante, nunca menor de 38.5 grados y
vomitaba cuanto entraba por mi boca. El Bra, más preocupado que harto y a punto
de esconderse en un rincón en posición fetal y con el pulgar en la boca, me
metió en el coche y me llevó al hospi. Era el día de Navidad. La sala de espera
estaba a reventar llena de otros griposos como yo y yo, una vez más me sentía
morir. En el hospital de Encinitas no sabía si me estaba deslizando en la
laguna Estigia o debía mejor tirarme en plancha y acabar con todo de una vez
por todas. Por la gloria de mi madre que era más despojo que cuerpo. Tres horas
pasé sentada en esa silla de torturas del hospital. Iban llamándome para
hacerme pruebas: análisis de sangre, muestras de la nariz, etc. y me dieron
Zofran, una medicina para calmar la náusea. Mi páncreas con 50% más de basales
se mantenía entre 105-130 como un campeón. Para cuando me tumbaron en una cama
y llegó el médico a verme, yo estaba tan cansada y tenía tanto frío que sólo
quería volver a mi cama y desaparecer del mundo. Dos litros de líquido intravenoso,
antitérmicos, un antigripal milagroso, y más Zofran. El médico quería
ingresarme si no aguantaba el líquido, y yo negaba la realidad evidente porque
sólo quería volverme a casa “No doctor, si yo sólo pasaba por aquí, ¿pero se ha
creído usted lo que le ha dicho éste (mi marido)? A mí sólo me dolía un poco la
cabeza, ya me siento mejor…”
El
antigripal hizo maravillas, y aunque aun me siento enferma, ya empiezo a vivir
de una forma más normal. El legionario también se portó como un campeón y me ha
dejado el brazo como nuevo, puedo subirlo, bajarlo, estirarlo, bailar los
pajaritos, los gorilas y “who let the dogs out”… y todo sin ningún dolor. ¿Ven
lo que les digo? el doctor suavito casi me mata con el éter y el novio de la
muerte me deja el hombro niquelado, nada es lo que parece, en la vida como en
el barroco. Las apariencias engañan; el riley, la bomba, el G5… la metáfora, la
exageración, la alegoría; hipérbaton ilegible…
Linux gongorino; carpe diem, tempus fugit, beatus ille… sudo, bash, cd; y la paradoja… ay la paradoja…